El cristianismo es una herejía del juadaísmo

«Jesús era un judío ferviente que nunca pretendió romper con el judaísmo. Su principio de amar al prójimo como a un mismo no tiene nada de específicamente cristiano; se trata de una norma judía, que Jesús introduce en el Evangelio como una cita literal del Levítico. La ruptura con el judaísmo no fue obra de Jesús ni de sus discípulos directos, sino de Pablo de Tarso y sus seguidores helenistas. Ideas tan poco judías como la del pecado original, la redención o el cristo hijo de Dios son doctrinas de Pablo, no de Jesús. Incluso la insistencia paulina en obedecer a las autoridades romanas se opone frontalmente a la actitud más bien rebelde de Jesús. Por todo ello puede considerarse que el cristianismo que conocemos es en gran parte un invento de Pablo.

Pág. 7-8

Las religiones se encuentran determinadas, en su desarrollo -incluso teológico-, por factores políticos como las guerras; pensemos en cómo el Cristianismo se convierte en la religión del Imperio romano con Constantino y su deseo de convertirlo en estandarte de su ejército; el arraigo del Islam en el norte de África afectado por combates armados; la adopción del Protestantismo en una Europa central que lucha contra el imperio español, o en la Inglaterra protestante convertida por la decisión personal de Enrique VIII, tras el fracasado intento de asalto de la «armada invencible». Esto nos da una pista clara de cómo se conforma una religión sobre la base de factores sociales que van más allá de las discusiones teológicas, algunas de las cuales se deciden arbitrariamente por reyes o emperadores que imponen su criterio alegremente, a su antojo.

Jesús, el «Mesías» (el rey salvador de la dominación romana), el «Cristo» (el ungido con un ungüento mágico)

Durante los primeros dos siglos de dominación romana en Palestina, […], muchos judíos fervientes no podían concebir que esta situación de ocupación extranjera fuera tolerada por el Dios de Israel mucho más tiempo. Esperaban que de un momento a otro se produciría una intervención divina: Dios elegiría entre ellos un nuevo rey (del linaje de David), que se lazaría en armas y los liberaría del yugo romano, introduciendo una nueva era -la era mesiánica- de independencia y soberanía israelita, […]. Ese rey liberador sería previamente ungido con un ungüento mágico, como otrora Saúl y David, lo que le permitiría vencer a todos los enemigos de Israel.

pág. 11-12

Ese rey libertador es, pues, el «mesías», es decir, el ungido («Cristo», del griego khrisma, ungüento o aceite; y de él khristós, el ungido). Algunos judíos sólo creían en esta figura como una aspiración o deseo más que una realidad. Sin embargo, otros lo esperaban encontrar entre los santones rebeldes que pululaban por Israel.

Al parecer, uno de ellos fue un santón galileo llamado Yeshúa, al que en castellano llamamos Jesús, que reunió en torno suyo un grupo de seguidores y discípulos a los que podemos llamar los jesusitas. Yeshúa debía de ser crítico con la autoridad establecida y con la ocupación romana y hablaba del próximo reino de Dios. Quizá algunos de sus discípulos lo consideraban el mesías, lo que debió de llegar a los oídos de los romanos, que lo ajusticiaron con la muerte oprobiosa de la cruz. Por tanto, Yeshúa, muerto como un fascineroso sin haber liberado a Israel, no era el mesías esperado.

Yeshúa y sus discípulos eran judíos, hablaban arameo y vivían en Israel, sobre todo en Galilea. Tras la muerte de Yeshúa, algunos judíos helenizados de la diáspora, que vivían fuera de Istael y que nunca lo habían visto, se interesaron por sus enseñanzas y se hicieron jesusitas. El más famoso e influyente fue Pablo de Tarso. El nombre arameo de Yeshúa se traduce al griego como Iesoûs, pronunciado Yesús y castellanizado como Jesús.

[…] En algún momento, los jesusitas helenizados identificaron a Jesús con el Cristo y, al parecer, unas décadas después de su muerte, en la ciudad helenística siria de Antioquía, empezaron a denominarlos ya no jesusitas, seguidores de Jesús, sino cristianos, seguidores del Cristo, del ungido. Por eso a Jesús, considerado como Cristo, lo conocemos también como Jesucristo.

Pág. 12-13

¿Existió Jesús o fue sólo un mito?

¿Existió realmente Jesús, o es una figura inventada por los cristianos posteriores? No lo sabemos. Desde luego, Jesús, si existió, pasó bastante inadvertido, pues no fue registrado por los anales de su época ni en los escritos de sus coetáneos. De hecho, ninguna fuente (griega, romana o judía) contemporánea lo menciona siquiera.

PÁG. 14

Tampoco hay resto arqueológico alguno relacionado con la existencia de Jesús. Eso sí, nos encontramos con miles de reliquias falsas de la cruz desperdigadas por todo el mundo; en la exposición universal de 1933 se expuso un supuesto cáliz de la última cena, un santo grial que resultó ser del siglo VI; o la sábana santa de Turín que en 1998 fue datada, mediante el método del carbono 14, como un tejido del siglo XIV.

Para muchos, la figura de Jesús es la de un santón galileo que aspiraba a convertirse en el mesías (el libertador) judío y que fracasó en su intento de acabar con el dominio romano. Para sobreponerse a dicho fracaso, sus seguidores inventaron su resurrección y dieron un nuevo sentido a su misión. Para otros es una pura invención mítica.

Sea como fuere, lo cierto es que lo que sí tenemos son testimonios históricos de lo que ocurrió tiempo después y de cómo se construyó toda una nueva religión (derivada de la judía) que conocemos como Cristianismo.

Parece que Jesús (Yeshúa) nació en Galilea, posiblemente en Nazaret, hacia -4 [el año 4 a.n.e]. El añadido (en Mateo y Lucas) del nacimiento en Belén, como tantos otros, se hizo posteriormente para que se cumplieran las profecías sobre el mesías judío (que nacería en Belén y sería de la estirpe de David). […] Nada se dice de la estación del año en que nació. La celebración, desde el siglo IV, de la Navidad el 25 de diciembre refleja meramente la cristianización de la fiesta romana de las Saturnalia.

Jesús tenía padre, el carpintero José (Yosef), y madre, María (Mariam), como todo el mundo; además, tenía cuatro hermanos y al menos dos hermanas.

Pág. 18

Jesús fue, en primer lugar, seguidor de Juan el Bautista, un partidario de las ideas apocalípticas que anunciaban el fin del mundo, el juicio final y la llegada del mundo de Dios. También es de Juan la idea de compartir, y así pedía a sus seguidores que repartieran su túnica o comida de sobra con quienes no tuvieran nada para vestirse o comer. Cuando Juan fue detenido, Jesús dejó de bautizar y comenzó su propio camino.

Yoshúa era judío por los cuatro costados. Estaba circuncidado como judío, rezaba como judío, celebraba las fiestas judías, conocía la Biblia y hablaba en arameo (la lengua habitual de los judíos de su tiempo). Desde luego, Jesús nunca pretendió salirse de la ortodoxia judía ni declarar abolida o caduca la Ley (la Torá), como más tarde haría Pablo de Tarso. Todo lo contrario.

[…] Pronto se ganó la atención de sus paisanos, tanto por sus palabras como por sus dotes de curandero. [Le traían todo tipo de enfermos para que él los curara].

pág. 20

[…] en el precepto de amar al prójimo como a uno mismo, no hay diferencia alguna entre el cristianismo y el judaísmo; de hecho, es un precepto literal del Levítico, que Jesús se limitó a repetir. Además, no hay que olvidar que el prójimo es siempre el otro judío, no el pagano. La predicación de Jesús se dirigió solo a los judíos. Lo del universalismo misionero cristiano es un invento posterior de Pablo de Tarso, que nada tiene que ver con Jesús. Y, desde luego, lo que nunca pretendió el piadoso judío Yeshúa fue ser Dios. Eso fue otro invento del prolífico Pablo.

[…] Como Juan el Bautista, Jesús parece haber sido de tendencia igualitaria y pobrista en asuntos sociales. […] Su predicación se dirigía a los desheredados […] a los que prometía la inversión de su suerte.

Pág. 22-23

Al ser defensor, como Juan el Bautista, de la proximidad del apocalipsis, sus enseñanzas eran contrarias a la acumulación de riqueza o a la actividad económica, algo sin sentido por la venida del mundo de Dios. En otras palabras: «Para los cuatro días que quedaba, ya no les hacía falta preocuparse por el dinero y ni siquiera de la comida o el vestido. Dios proveerá«. (pág. 23)

Pero no es puro desinterés. Jesús obliga a quienes le siguen a Jerusalén a que lo abandonen todo: su casa, su familia, sus propiedades; y se entreguen a la causa que supondrá la liberación de Israel de los romanos. Esa entrega no es altruista, pues ellos serán recompensados, cuando se produzca la venida de su Dios. En ese momento el dios regará con bienes mucho mayores a lo perdido a quienes lo han seguido con verdadera entrega: «Y todo aquel que por mí ha dejado casa,… o tierras, recibirá cien veces más,…» (pág. 26)

Es el fracaso de su predicación en Galilea y el rechazo de su familia lo que empuja al nazareno hacia Jerusalén, un hervidero que ya vivió en el año 6 una revuelta contra los impuestos imperiales que los romanos aplastaron sin piedad. Había miedo entre las autoridades judías a la reacción romana por cualquier nuevo conato de rebelión. Con Jesús y sus seguidores armados las autoridades se encuentra ante un provocador que, durante la Pascua, es capaz de expulsar del templo a los cambistas y a los vendedores de animales para sacrificios. La Pascua era el momento en el que se celebraba la liberación de los judíos de la dominación de Egipto. En ese momento, muchos judíos y no judíos acudían a Jerusalén y se encontraban ante la necesidad de cambiar moneda y de comprar animales para realizar los sacrificios rituales. Los disturbios provocados por Jesús y sus seguidores asustaron a los sacerdotes saduceos que gobernaban el templo y el país, y son ellos los que lo denuncian por rebelión ante el procurador romano; simplemente, era una reacción por anticipación a que éste interviniese de oficio.

Los romanos castigaban el delito de rebelión con la muerte en la cruz. […] una muerte especialmente infamante y oprobiosa (mors aggravata), reservada para bandidos y rebeldes.

Los romanos contemplaban con tolerancia e indiferencia todas las religiones. Si sentenciaron a muerte y crucificaron a Jesús, eso no pudo ser por sus ideas religiosas, que a los escépticos romanos les traían sin cuidado, sino por representar un peligro para Roma, por su pretensión de autoproclamarse rey de los judíos y por su intento de rebelión en Jerusalén. Desde luego, Jesús no era el único predicador carismático judío que sería crucificado por los romanos.

[…] los judíos no crucificaban. La crucifixión era la forma típica de ejecución infamante de los romanos. Que Jesús fuera crucificado es señal inequívoca de que sus jueces y ejecutores fueron romanos, y de que su crimen fue político: la rebelión.

Cuando Jesús fue arrestado, sus discípulos lo dejaron en la estacada. «Todos lo abandonaron y huyeron» [Mar 10,50]. No asistieron al proceso. Y, tras el fracaso de la intentona, solo se ocuparon de escaparse y negaron cualquier conexión con su líder preso. No se acercaron a la cruz en la que Jesús pendía crucificado, y ni siquiera se ocuparon de enterrarlo. Probablemente fue enterrado en una fosa común por los romanos (o bien por un desconocido de Arimatea).

Así la vida del Jesús histórico acabó en el más rotundo fracaso, incomprendido y abandonado por sus familiares, paisanos, seguidores y discípulos, entregado como un facineroso a las autoridades romanas y ejecutado del modo más oprobioso, como un bandido cualquiera.

Pǵ. 29-30

Una vez superada la crisis provocada por la muerte de Jesús, a la que acompañó la huida de sus seguidores de Jerusalén, fue naciendo una doble tradición formada por los grupos jesusistas de Jerusalén y los helenistas de dentro y fuere de la ciudad.

Los jesusistas de Jerusalén -hebraizantes- formaban una secta judía que respetaba la Torá, hablaba en arameo, era partidaria de la comunidad de bienes, de la pobreza -rechazando la propiedad privada, el comercio y a los ricos-, con un cierto carácter contestatario y de denuncia contra quienes gobernaban el templo. Defendían el recuerdo de Jesús porque ellos sí lo conocieron. El grupo estaba dirigido por algunos de los discípulos Jesús (incluidos los apóstoles) y por Jacobo (el hermano de Yehsúa).

En cambio, los helenistas de la diáspora -helenizantes-, eran partidarios de las tesis de Pablo de Tarso, hablaban griego y no conocieron a Jesús. Sus tesis defendían a un dios resucitado y redentor del mundo que habría abolido la ley judía (incluida la circuncisión) y mucho más acomodaticio con el poder.

La rebelión judía de los años 66 al 70, durísimamente reprimida por los romanos, supuso la destrucción del templo de Jerusalén, la desaparición de la teocracia judía y acabó con la comunidad cristiana hebraizante, dejando vía libre al cristianismo helenizante (obsesionado en su expansión) creado por Pablo de Tarso. Es, por tanto, el momento en el que el cristianismo se desgaja definitivamente del judaísmo.

Los primeros cristianos, sumidos en un estado de gran tensión por la expectativa de la inminente parousía [la vuelta o segunda venida de Jesús y la restauración del reino de Dios en Jerusalén], dejaron de lado su vida habitual, que ya no tenía sentido en esas circunstancias. Olvidaron sus previos oficios y ocupaciones, convirtiéndose en radicales inquietos e itinerantes. Despreciaban los vínculos familiares y el trabajo productivo. De hecho, dejaron de trabajar, abandonaron sus negocios, estableciendo de momento un comunidad de bienes que les permitía a todos vivir en la impaciente espera del reino de Dios.

[…]

Pero el reino de Dios no llegaba y todos se arruinaron. La bancarrota de la comunidad jesusita de Jerusalén los sumió en la miseria. Los cristianos de otros sitios tuvieron que hacer colectas para ayudarlos.

Pág. 40-41

No era aceptable un final tan desesperanzador: Jesús muerto de la manera más humillante y la segunda venida de Dios sin cumplirse; de ahí nace en Antioquía y Damasco la tesis de la «tumba vacía» y de la resurección.

Su tumba estaba vacía, su fracaso era provisional y de un momento a otro volvería como mesías glorioso a establecer el anunciado reino de Dios sobre la tierra, en el que sus seguidores serían los nuevos privilegiados y ocuparían los lugares de honor.

En la comunidad jesusita de Jerusalén nadie creía en la historia de la tumba vacía, ni conocía tal tumba (hasta que tres siglos más tarde, en 326, Helena, la madre del emperador Constantino, la «descubriese» milagrosamente mediante un inspiración divina y mandase construir sobre ella la primer iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén).

Pág. 44

Pablo de Tarso

.