Necesitamos aprender a lidiar con la estupidez, sin caer en sus redes. Asistimos a una época marcada por hordas ingentes de «sabios dogmáticos» cuyo valor reside en estar en posesión de «información privilegiada» que los demás, dominados por datos científicos y medios serios no podemos conocer.
Antes, la ignorancia y la estupidez se mantenían al margen por pudor y se sentían señalados y ridículos cuando intentaban balbucear sus ideas. Pero ahora las tornas se han vuelto y este grupo se ha hecho cada vez más visible y más audaz porque, por fin, han recibido la «verdad revelada» (a la que el común de los mortales no accedemos porque estamos dominados por la ciencia y los medios «serios» -fuente de desinformación-); mientras, ellos, tocados por la divinidad, saben lo que realmente es y lo que sucede porque tienen acceso a lo oculto, a lo revelado por los que «verdaderamente saben», que les informan directamente a ellos (los privilegiados, los astutos, los que no se dejan engañar por el «stablishmen») a través de las redes sociales y del mensaje de la revelación: el «Guasap».
¿Qué se puede hacer contra esto? ¿Cómo contrarrestar ese descrédito hacia la ciencia, el conocimiento, la información o los datos de la realidad?
Quizá nos sirva recordar algo sobre un tipo de falacia: la falacia «ad ignorantiam». En ella, se intenta pasar como argumento lógico un razonamiento falso como el siguiente: una afirmación es verdadera si no se ha podido demostrar que es falsa. Este supuesto argumento (que no lo es) es el que han utilizado las religiones para afirmar la existencia de su dios sobre la base de que nadie ha demostrado que no existe. Sin embargo, este no es prueba de nada. De hecho, sirve igualmente al pastafarismo para demostrar la existencia de su «Monstruo Espagueti Volador» o a los amantes de lo oculto para «demostrar» la existencia de los selenitas o de los marcianos.
Pero es que la carga de la prueba a quien le corresponde es al que afirma, no al que escucha. Desde la estupidez es fácil afirmar algo, de manera rotunda, y no aportar ninguna prueba, salvo la convicción profunda (a modo de revelación) de saber la verdad y conocer de aquello de lo que se habla, descargando todo el esfuerzo probatorio en quien no esté de acuerdo. De este modo, el que escucha cae en la trampa de ser él el que lleve a cabo un enorme esfuerzo probatorio, ante el cual, el necio, sólo tiene que limitarse a ir diciendo que no está de acuerdo, sin más.
Nunca se ha de refutar una tontería con otra tontería, aunque en un primer momento pueda dejar enmudecido al interlocutor, porque es una victoria efímera. Dos bobadas que digan cosas incompatibles no se anulan mutuamente ni se restan, muy al contrario, se suman, y con ello sube el ya alarmante nivel de estupidez del mundo. Por eso conviene no aumentarlo aunque proporcione el momentáneo gozo de dejar callado a un tonto.
Ricardo moreno castillo, «Breve tratado sobre la estupidez humana«, pág. 28
«No se trata de contar lo que [uno] piensa sino decir por qué lo piensa. Toda opinión tiene que estar justificada. Ahora estamos acostumbrados a mensajes cortos, consignas o insultos, pero no a los argumentos. Es el chiste de ‘The New Yorker’ en el que se ve a un juez en lo alto del estrado y les está diciendo a los abogados: ‘Miren, para agilizar el proceso vamos a pasar de las pruebas e iremos directamente a la sentencia’.»
José Antonio Marina
[…] se equivocan quienes, para desacreditar a alguien, desentierran tonterías pasadas, sin pararse a pensar que a lo mejor ya han sido rectificadas, o simplemente sin caer en la cuenta de que ni el más sabio se levanta todos los días igualmente lúcido ni hay discurso, por inteligente que sea, sin una cierta dosis de lastre inútil. Y entonces reputan a la persona de «impostor intelectual», sin advertir tampoco que si buscamos los textos menos afortunados de cada intelectual, no encontraríamos uno solo, desde Aristóteles a Heidegger, que no fuera un impostor.
Ahora bien, si no hay hombres completamente inteligentes, sí los hay completamente tontos. Por inescrutables razones que están más allá de nuestra escasa capacidad de comprensión, el Sumo Hacedor puso límites a la inteligencia humana y ninguno a la estupidez, repartiendo además con mucha más generosidad la segunda que la primera.
Ricardo moreno castillo, «Breve tratado sobre la estupidez humana«, págs. 58-59
Sobre el trato con los tontos hay un dicho de Mark Twain, lúcido como todos los suyos: «Nunca discutas con un estúpido. Te hará descender a su nivel y ahí te gana por experiencia». Pero si te enzarzas sin querer en una discusión con un tonto y él te trata como si el tonto fueras tú ¿estás a tablas? ¿Cómo saber que el tonto es él y no tú? La honestidad intelectual de la que se habló antes obliga a plantearse la cuestión. Pero la misma pregunta lleva implícita la respuesta: el tonto nunca se la hace.
Ricardo moreno castillo, «Breve tratado sobre la estupidez humana«, pág. 108
«Gran parte de las dificultades por las que atraviesa el mundo se deben a que los ignorantes están completamente seguros y los inteligentes llenos de dudas».
bertrand russell
La «idiocracia», una nueva forma política
Hay quienes se preguntan si el número de idiotas es mayor ahora que en otras épocas de pasado. Y así lo parece, en efecto, pero es una percepción engañosa. En realidad, los idiotas han estado en aplastante mayoría desde que el mundo es mundo. Lo que sucede es que los estúpidos tienen ahora más medios y más tiempo libre para llevar a cabo las majaderías propias de su naturaleza. Sencillamente, que la estupidez está más subvencionada que nunca.
Ricardo moreno castillo, «Breve tratado sobre la estupidez humana«, pág. 70
El necio es incapaz de llenar su vida, pues carece de la capacidad para elaborar proyectos y llevarlos a cabo. Necesita, por tanto, de alguien que le proponga un «sentido» que él es incapaz de darse a sí mismo. De ahí que sea tan propenso a la «conspiranoia», pues además de otorgarle ese sentido le da a su vida un nivel de interés que no tenía: el de saber algo que los «sabios» (los que a él le desprecian) no conocen o perversamente le esconden. De aquí nace su «cruzada», la de salvar a todos aquellos que le rodean y a los que puede «liberar» trasladándoles el mensaje, la buena nueva, oculta hasta ahora, que se le ha revelado. Por fin son alguien. Por fin tienen poder y saben qué hacer: ponerse delante de una cámara, grabar su mensaje y esperar a que otros muchos -de su mismo nivel- lo vean y lo compartan («influencer»).
El necio no sabe en qué ocupar su tiempo y necesita de un objetivo elaborado por otros, preferiblemente inalcanzable, que le garantice no volver a su vida vacía y sin sentido. Además, al ser inalcanzable nunca merece ser contrastado con los hechos, algo que su falta de capacidad no le permite evaluar. !Anda, como las religiones!
«En épocas de crisis o crispación la gente prefiere obedecer a tener que tomar decisiones. En momentos de confusión se prefiere una autoridad fuerte».
José Antonio Marina
¡Dales uniformes, poder sobre los demás y armas… y la historia volverá a repetirse! Es el placer del muerto de hambre que se siente feliz al ser humillado mientras pueda hacer lo propio con quien esté por debajo.
Es lo que sucede cuando un «muerto de hambre» se siente poderoso ante otro, más, o tan muerto de hambre como él. Pensemos en aquellos que piden comida a domicilio y ven cómo su «orden» hace que un «rider» -sin comentarios-, en bicicleta, se la lleve a casa agotado y sudoroso y ahí aprovecha para humillarlo o se reírse de él. Se siente poderoso cuando le espeta: «Prohibido subir por el ascensor, es sólo para los vecinos; tú sube por la escalera o no te pago». Es el placer de hacer sufrir a los demás: nunca me levantaré contra quien me oprime; lo compensaré viendo que yo tengo a alguien por debajo de mí al que puedo humillar y sobre el que descargar mi frustración. Serviles con los fuertes, despiadados con los débiles.
Nadie está libre de decir estupideces, lo malo es decirlas con énfasis.
michel de montaigne
Deja una respuesta