Hace ya un tiempo, en un escrito firmado por un médico, leía que el médico que no esté dispuesto a prestar servicio de asistencia para un aborto o una eutanasia debiera dejar de ser médico. […]
La dimensión religiosa de un individuo no pertenece a su espacio público (ciudadano) sino al privado. Fue dominante durante siglos, pero con la secularización ha quedado reducida a dimensión privada por lo que, cuando un médico hace uso de la OC prescinde de su dimensión pública, para cobijarse con talante individualista en su dimensión privada: se religa (dimensión religiosa) solo con su particular dios despreocupándose de su referencialidad a los humanos con los que convive, y se engaña al creer que su moral religiosa está por encima de la moral laica pública que le vincula con sus conciudadanos. Este sujeto, del que hipotéticamente hablamos, descuida su pertenencia a la comunidad política (pública), no tiene en cuenta su socialización, su relación intersubjetiva con sus conciudadanos y muy en especial con quien le pide ayuda para morir. Además, no ha comprendido que las leyes las hace la soberanía popular –es decir, todos– y no un poder trascendente –dios– o una institución no democrática –la iglesia– y que la ley nos obliga a todos por igual y que la socialización está en relación activa con la solidaridad. Cuando la LORE dice que el Estado se hará cargo de dar respuesta de ayuda para morir al ciudadano que cumpla los requisitos establecidos, ese Estado no es una entidad abstracta sino somos la comunidad de ciudadanos que hemos de comportarnos activamente y no como ciudadanos pasivos y esta realidad política urge todavía más a aquellos ciudadanos profesionalizados y comprometidos en el campo sanitario. Aceptar una ley que es lo primero que tiene que hacer un sujeto cuando la ley se promulga es asumirla como algo propio, lo ético es actuar y no escapar del deber público refugiándose en lo privado. Ahora se comprende que el médico escribiera en su artículo que el colega que no estuviera dispuesto a ayudar a morir “debiera dejar de ser médico” y que siguiera siendo creyente.
Libertad individual e interés común
Hoy en día se propende a ejercer la propia libertad con un talante individualista y a considerar la sociedad, la ciudad, como un espacio donde hay posibilidades y recursos que uno instrumentaliza para poder servir al interés propio o al interés del entorno cercano al propio yo. Se pierde la conciencia colectiva, el interés común, la dimensión pública que tienen algunos bienes y se convierten en bienes de dimensión privada que cada uno busca y atiende según su propio interés. Es la concepción del individualismo ético. Y muy posiblemente la objeción de conciencia sea una manifestación de este individualismo ético por mucho que se camufle bajo la excusa de la libertad de conciencia. Y lo que se pondera como libertad de conciencia y libertad religiosa bien puede ser una falta real de conciencia colectiva.
El problema de la OC no se cifra solamente en el fraude cívico (público) del ciudadano que se despreocupa y no se compromete con el deber público que le afecta como ciudadano con la excusa de la exigencia de la moral católica. El fraude se extiende al mismo planteamiento y solución que da la LORE. A la persona que solicita ayuda para morir si cumple con las condiciones establecidas en la LORE el Estado se compromete a prestarle asistencia para morir y ante esta realidad lo congruente y normal sería que ningún médico pudiera negarse a tal ayuda puesto que se trata de un bien público
reclamado por un ciudadano y ha de ser prestado por un médico que profesionalmente viene a ser un representante público que cumple con el deber del Estado de ayudar a morir a un ciudadano y, por tanto, no puede negarse. Además, el médico no ejerce ninguna tutela sobre el enfermo: la relación enfermo-médico ha de ser entendida desde la autonomía del enfermo que es el protagonista de su vida y su muerte. El médico al objetar y la misma
LORE dando paso a la OC rompen el sentido de la salud como bien público y la dimensión pública del ciudadano-médico comprometido en un sistema nacional.
fernando pedrós (Revista DMD, nº 86, págs. 28-29)
La Iglesia católica, defensora de la objeción de conciencia tanto frente al aborto como a la eutanasia, curiosamente no defiende la objeción de conciencia a la guerra o al servicio militar. De hecho, durante mucho tiempo tampoco permitió la apostasía. Ahora, en cambio, se convierte en adalid de un procedimiento de «desobediencia civil» contrario a los acuerdos democráticos establecidos y que carece de respaldo legal.
A diferencia de lo que ocurrió con la objeción de conciencia al servicio militar en la que los objetores eran obligados a realizar una prestación sustitutoria, en el caso actual los médicos no deben cumplir con ningún deber social que les disuada de utilizar la «conciencia» mal entendida para quitarse de en medio una tarea ingrata que forma parte de su labor profesional, obligando a otros a cubrir su vacío sobrecargándose de trabajo. Una propuesta lógica, en este sentido, sería que los médicos objetores cumplan con las tareas médicas de sus compañeros mientras estos realizan las tareas que ellos no quieren realizar por conflictos de conciencia.
Del mismo modo, quienes se conviertan en médicos de la medicina pública después de la aprobación de las leyes del aborto y de la eutanasia no deben tener el derecho a la objeción de conciencia porque, cuando accedieron a la carrera en la sanidad pública, sabían que este tipo de tareas estaban incluidas dentro de sus funciones. Alegar problemas de conciencia «a posteriori» sería actuar de mala fe. O dicho con otras palabras, estas personas deberían orientar su profesión al ámbito de la medicina privada.
Algo parecido ocurre en el ámbito de la educación: nadie acepta que un maestro/a o profesor/a alegue un conflicto con su conciencia para impartir clases en un centro de ideario católico, mientras se trató de ejercer dicha objeción con materias como «Educación para la ciudadanía» por considerarla «adoctrinadora».
Debimos establecer un procedimiento de objeción de conciencia a los principios religiosos de la Iglesia católica cuando estos eran hegemónicos en la sociedad española por pura imposición.
La defensa de la objeción de conciencia, incluyéndola en el texto legal, parte de una consideración práctica: siempre habrá alguien dispuesto a dar cumplimiento a los deseos de los ciudadanos que desean ejercer los derecho recogidos en la ley. Este principio, aunque sirve para salir del paso, es totalmente cuestionable desde el punto de vista ético. Para comprobarlo sólo tenemos que llevarlo al extremo: pensemos en el caso de que existiera un solo profesional sanitario ¿qué debería prevalecer el derecho del paciente o el del médico? La respuesta nos llevaría a replantearnos el sentido de la ley aprobada.
Basado en: Julen Goñi, «¿Objeción de conciencia?», Revista DMD