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En sus manos, [en las de cualquier bastardo] el lenguaje con el que debía comunicarse se convierte en un laberinto de falsedades; la comunidad con la que debía protegerse se transforma en servidumbre voluntaria; y la imaginación con la que había de aumentar su vida se erige en fuente de odio hacia la realidad. Es precisamente este último tropiezo, en la forma en que la religión suele practicarlo, el tema fundamental de una serie como La Mesías, de Javier Calvo y Javier Ambrossi, cuyo argumento puede resumirse con aquel chiste en el que un niño le pregunta a un cura: “Padre, si hay más allá, ¿hay menos aquí?” Y es que el mundo de las fantasías compensatorias y el de la realidad impura y dura forman un peligroso sistema de vasos comunicantes (que algunos suelen aprovechar para vaciarnos el depósito). Como dice Nietzsche en El anticristo: “Si se coloca el centro de la vida, no en la vida, sino en el ‘más allá’ –en la nada–, se le quita a la vida en general el centro de gravedad.” (Aunque yo prefiero el chiste del niño.)
[…] [La negación del cambio, de la mezcla y de la imperfección] implica una negación total de la vida, ya que el cambio, la mezcla y la imperfección no son errores contingentes que podamos depurar, sino aspectos necesarios de la realidad, que se toma o se deja, pues no puede asumirse a beneficio de inventario. […] [La realidad es algo muy real -ya lo decía Gómez de la Serna: «la realidad es la más profunda desapariencia, todo en ella es verdad, demasiado verdad»- por ello es un lugar] muy imperfecto, muy mezclado y muy expuesto al cambio. […] Porque la vida es confusa, precaria, dolorosa y (paradójicamente) breve. Y aun así la cola del ratón de la realidad siempre será mejor que la cabeza del león de la fantasía.
[…] El problema es que la vida es un incendio que no se apaga, por muy fuerte que cerremos los ojos.
[…] la reacción religiosa cada vez que hay tormenta. Esto es, muy a menudo. Como si dijesen: “¿No veis que no sabéis volar solos, y que es la hora de regresar a la misma casa en la que os cortamos las alas?”
De hecho, a mí me hubiese gustado que alguno de los personajes de La mesías hubiese sido capaz de construir una actitud celebratoria respecto de la realidad, logrando, como propone Spinoza, que el amor a la vida supere al miedo a la muerte. Un personaje capaz de hacer el duelo del ideal para, a continuación, decir sí a la vida, a pesar de todo. Un personaje dispuesto a pulverizarse el coxis recorriendo el mundo subido en el rucio cojo de la realidad. Porque, como dice el refrán, quien quiera mula sin defecto, que se prepare a ir a pie. Un personaje, en fin, capaz de invertir el argumento ontológico de san Anselmo (según el cual, el hecho de que la idea de Dios sea perfecta implica que es también real, porque uno de los rasgos de la perfección es la existencia), asumiendo valerosamente que, si una idea es perfecta, entonces es que no existe, porque uno de los atributos esenciales de la realidad es la imperfección. Y que dijese, como un pescador gallego ante un banco de atunes: “Demasiado bonito para ser verdad…”
[…] ¿No es ése, en definitiva, el proyecto ilustrado: acabar con nuestras fantasías infantiles, para liberarnos de aquellos que las agitan con el objetivo de dominarnos?
[… ] Pues el “ya descansaremos cuando estemos muertos” no se diferencia mucho de la idea de que este mundo es un valle de lágrimas, en el que debemos sacrificarnos para salvarnos en el más allá.
[…] Según un viejo cuento africano, que ya le hubiese gustado escribir a Nietzsche, una mujer iba por los pueblos con un cubo de agua y una antorcha encendida. Un niño le preguntó la razón de su extraño comportamiento, y la mujer le dijo: “La antorcha es para quemar el paraíso, y el cubo de agua, para apagar el infierno.” “Pero ¿por qué quieres apagar el infierno e incendiar el paraíso?” –quiso saber el niño. Y la mujer le respondió: “Porque todo está aquí.” No necesitamos ningún otro tipo de mesías.
Revista tinta libre, enero 2024 (Infolibre)