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España a la cabeza en la instalación de alarmas en viviendas – Los mercaderes del miedo

ISAAC ROSA – Los mercaderes del miedo (Tintalibre – diciembre 2024, págs. 22-25)

https://www.infolibre.es/tintalibre/mercaderes-miedo_1_1915632.html

En España hay instaladas 2.800.000 alarmas en viviendas porque un grupo de «asustaviejas» han decidido hacer negocio con el miedo que ellos mismos, con la colaboración de otros, han promovido.

España es el país de Europa con más alarmas de hogar instaladas. Repito, que no te veo muy asombrado: el país de Europa con más alarmas de hogar instaladas. No en términos relativos, alarmas por cada mil habitantes, sino en números totales. Y coincidirás conmigo en que España no es el país más poblado de Europa, ni de los que más viviendas unifamiliares tiene; y sobre todo no es el país con más criminalidad de Europa. Todo lo contrario: no se cuenta entre los países con más delitos, y si quitásemos de la estadística el crimen organizado y el narcotráfico, que tienen especial incidencia en España, resultaría que es uno de los países más seguros de Europa.
Espera, que hay más: somos el cuarto país del mundo en número de hogares con alarma, según las propias empresas del sector. Cuarto país del mundo, casi en el podio. Solo nos superan Estados Unidos, China y Japón, países para empezar mucho más poblados que España. ¿Somos el cuarto país más inseguro del mundo? Ni de lejos, todo lo contrario, estamos entre los de menos criminalidad. Y sin embargo, las empresas del sector insisten en que es un mercado con mucho recorrido: quedan muchas fachadas sin pegatina. Apuestan por duplicar los actuales tres millones de alarmas en una década. Tan notable es el negocio, que en los últimos años se han lanzado al mismo compañías de telefonía, bancos y aseguradoras, todos ofertando a sus clientes una alarma de hogar al contratar una línea, una hipoteca o un seguro.

[…] La narrativa publicitaria de estas compañías, omnipresente en radios y televisiones, y la narrativa pseudoperiodística de ciertos programas televisivos, [ha provocado un nuevo miedo: el miedo a los okupas]. […]

Sin embargo, una vez más los datos desmienten ese temor. Ni somos un país con incidencia importante de robos en hogares, ni mucho menos estamos entre los países europeos con más viviendas okupadas. Es más: el número de okupaciones no crece al ritmo que lo hace su alarma (ni las alarmas). Es muy improbable que alguien okupe tu vivienda, pues en la mayoría de casos se trata de pisos vacíos de bancos y fondos. Pero además es totalmente imposible que okupen tu propia casa (mientras sales a comprar, dice la leyenda urbana circulante), pues sería un allanamiento de morada que implica la inmediata intervención policial, desalojo y castigo. Los conflictos más habituales en relación con la okupación tienen que ver con pisos vacíos (de bancos y fondos en su mayoría), y con inquilinos que no pueden seguir pagando o que tienen cualquier tipo de problema con los propietarios; casos para los que no valdría ninguna alarma de hogar. Ni siquiera la que detecta al intruso y lo envuelve en una niebla cegadora. No, esa tampoco.

[¿Cómo no voy a tener miedo si en la tele hablan de okupas a todas horas?]

[¿No vas a pagar una cuota que puedes asumir por proteger lo más valioso de tu vida que es tu hogar? Porque si te quitan tu casa te lo quitan todo, te dejan en la calle,… ¡Y sólo por una pequeña cuota mensual!]

Tenemos miedo, mucho miedo, hacia un miedo difuso

Así de simple: que tenemos miedo, mucho miedo. No a que entre un ladrón o un okupa, como tampoco a un mena o un inmigrante, protagonistas habituales de nuestros cuentos de miedo más recientemente, ni tampoco a los pobres, que siguen siendo las clases peligrosas de toda la vida. Eso son solo miedos derivados. Miedos fáciles, algo reconocible a lo que temer, de lo que protegernos, contra lo que comprar seguridad, lo mismo alarmas de hogar que programas políticos neofascistas. Nuestro miedo es mayor, de fondo, total, diríamos que cósmico. Una sensación difusa pero muy presente de vulnerabilidad. Incertidumbre. Estar a merced de no sabemos qué será lo próximo que nos ocurra.

[…]

La paradoja es que somos, objetivamente, la sociedad más segura de la historia. Al menos en este lado del planeta, en los países más desarrollados, contamos con medios, recursos, tecnología, ciencia, estructuras sociales y políticas, para protegernos de las principales amenazas que han atemorizado a la humanidad desde hace milenios, tanto amenazas de la naturaleza como de salud o por la violencia de otros. Pero la sociedad más segura de la historia se volvió adicta al miedo, obsesionada con la seguridad, asustadiza, fácilmente atemorizable, a merced de los mercaderes del miedo, vendan lo que vendan.

Y como tenemos miedo sin saber bien a qué, necesitamos dirigir nuestro miedo, encontrar un objeto para nuestras ansiedades. Poner rostro a nuestra inseguridad esencial, señalar una amenaza visible, y por tanto combatible. Nos vale lo mismo un inmigrante invasor que un terrorista o un okupa. O un presidente del gobierno “okupa, ilegítimo y cuasi dictatorial”, que hay miedos para todos los gustos y presupuestos. Lo importante es que sea algo reconocible, y de lo que podamos más o menos protegernos a un precio asequible. Contratando una alarma de hogar. Votando a tal o cual partido. Cediendo derechos y libertades a cambio de protección. Abrazando formas de seguridad que son pan para hoy y hambre para mañana, seguridad para hoy y más miedo para mañana, pues las respuestas defensivas-agresivas acaban generando más inseguridad, y la respuesta violenta a una amenaza siempre genera más violencia, más miedo.

[…]

[Como explica Zygmunt Bauman]: “El Estado, habiendo fundado su razón de ser y su pretensión de obediencia ciudadana en la promesa de proteger a sus súbditos frente a las amenazas a la existencia (de dichos súbditos), pero incapaz de seguir cumpliendo su promesa (…), se ve obligado a desplazar el énfasis de la protección desde los peligros para la seguridad social hacia los peligros para la seguridad personal”.

Esa falta de elementos de seguridad colectiva, sean comunitarios o estatales, nos condena a buscar soluciones individuales para problemas sociales. Es decir, sálvese quien pueda. Quien pueda pagarlo, se entiende. Quien pueda pagar, no una alarma de hogar, sino otras formas de seguridad material y existencial que no están al alcance de la mayoría. Y para el miedo que tenemos, el que traemos de años y el que nos añaden y multiplican los muchos creadores y propagadores de miedos, no hay alarma que valga. No hay pegatina que disuada. No hay refugio donde meterse. No hay aumento de plantillas policiales ni de presupuestos de defensa que nos vayan a quitar ese miedo. Son otras seguridades las que necesitamos, las que tenemos que buscar y reconstruir.

Circula hace años una frase que ya no sabemos ni quién dijo primero, pero que todos hemos repetido alguna vez para señalar la dimensión social de tantos problemas que creemos individuales, especialmente cuando hablamos de salud mental: “tú lo que necesitas no es un psicólogo, sino un sindicato”. Algo similar podríamos decir al hablar del miedo: tú no necesitas una alarma de hogar, sino un sindicato, o cualquier otra forma de defensa colectiva y organizada de tus derechos. Tú no necesitas más policía, sino un Estado social fuerte.

Eh ahí la moraleja: si votas a partidos que proponen desmantelar el Estado (como propone Milei o Trump), estás quedando totalmente desamparado porque los problemas sociales dejarán de serlo para convertirse en problemas personales y las soluciones pasarán por el aislamiento y la desintegración del grupo social que configura un Estado «sano».


El motor político del miedo

BERNAT CASTANY PRADO, «Mi mapa de miedos políticos Pedro y el lobo» – Tinta libre diciembre 2024 (pág. 12-17)

https://www.infolibre.es/tintalibre/mapa-miedos-politicos-pedro-lobo_1_1915837.html

«Lo que está claro es que el miedo, […] es una de las fuentes más duraderas, provechosas y sucias de la historia.»

como mostró Isaac Rosa en El país del miedo, cada clase social suele verse torturada por unos miedos específicos. Porque no pueden temer las mismas cosas aquellos que viven apremiados por necesidades económicas inmediatas, y aquellos cuyo bienestar les permite torturarse con otro tipo de amenazas, más tardías o difusas, cuando no directamente neuróticas. Tal y como apuntaba el lema que los chalecos amarillos enarbolaron durante sus protestas, desde octubre de 2018: “Vuestro fin del mundo, nuestro fin de mes.” De ahí que la extrema derecha, y la derecha extremada (esto es, la derecha que opta por entrar en competición y alianza con la extrema derecha, haciéndole de este modo el favor de naturalizar sus ideas), desarrolle un doble discurso, que busca excitar, a la vez, los miedos supervivenciales de las clases más desfavorecidas, y los miedos ideológicos de las clases pudientes.

[…]

También existen miedos diferentes según los países o las regiones. Sin duda, no experimentan los mismos tipos de miedo los habitantes de países en los que existen tasas de pobreza y de criminalidad realmente elevadas, como Sudán o México (a los que podríamos añadir los habitantes del cuarto mundo, que podemos hallar en Detroit o París), que aquellos que viven en países como Austria, Suiza o Dinamarca. Los primeros lo único que desean es sobrevivir como individuos, para lo cual están dispuestos a apoyar o a someterse a gobiernos tiránicos, o a arriesgar sus vidas para huir del peligro. Que es exactamente lo mismo que haríamos todos. Los segundos viven con el miedo de ser invadidos por los primeros, frente a lo cual también están dispuestos a apoyar o a someterse a aquellos partidos políticos que les prometen una seguridad cuyo precio ellos mismos aumentan hasta el delirio exagerando o inventando las amenazas reales. […]

Y, según nuestra tendencia ideológica, podemos llegar a distinguir entre miedos de derechas (como aquellos que despierta en algunos el avance, real o imaginario, del comunismo o la extrema izquierda, el olvido de la tradición o la disolución de los lazos sociales tradicionales) y miedos de izquierdas (como los que provoca el avance, hoy en día bastante real, del fascismo o la extrema derecha, la reimposición de los viejos lazos sociales, el aumento de la desprotección o la precariedad). […]

[Entre los miedos de derechas] la teoría del gran reemplazo, de Renaud Camus, es vista como un lento desembarco de un ejército musulmán, que busca reconquistar Europa.

«Si realmente deseamos evitar que los mercaderes del miedo hagan su agosto con nosotros»

[Recordemos que] existe una suerte de ley política en virtud de la cual, ante la falta de respuesta, uno acepta cualquier respuesta.

[…]

[Nos estamos jugando demasiado para abandonarnos porque] Como decía Montaigne, el miedo es el padre de la crueldad.

Debemos ser conscientes de la sofisticada estrategia que tanto la derecha como la extrema derecha están poniendo en marcha (seguramente no ha sido proyectada así, pero lo cierto es que les ha salido redonda): miedo y dinero.

Un discurso del miedo dirigido a un sentimiento básico que todos poseemos y ante el que muchos no son capaces de reaccionar, sobre todo si es suficientemente intenso. Y unos medios de comunicación y unas redes sociales dominadas económicamente por ellos que utilizan los algoritmos para dar la dosis de miedo personal para cada uno. Porque, como ocurre en el mundo de Orwell de 1984 hay que buscar, para cada uno, aquello que le da miedo; no vale cualquier tortura, es necesario la personalización del miedo: en el caso del protagonista es aquella jaula que atan a su cara y en la que dentro dejan suelta a una rata hambrienta.

Unamos a esto unos partidos que repiten el eslogan de la reducción del Estado y la bajada de los impuestos, un mecanismo sobradamente conocido para favorecer a los más ricos (los más pobres quedan totalmente desatendidos sin posibilidad de acceder a la educación superior de calidad que es la que permite entrar en el famoso «ascensor social». En otras palabras, los más ricos se reservan así de la competencia y ganan para ellos los puestos de responsabilidad, los de dirección de la sociedad y de las empresas así como la dirección política. La bajada de impuestos supones, asimismo, un aumento de las desigualdades, la creación de una sociedad más injusta y, por tanto una sociedad inestable en la que la pobreza lleva a la delincuencia y la delincuencia a fomentar el miedo que vuelve a ser la gran baza de una política que ya no habla de razones sino de sentimientos.

Me da miedo que las cosas cambien

Ortega y Gasset llamó «ontofobia» al sentimiento que surge en aquellos para los cuales la aceptación de la vida y de sus rasgos es inasumible. Son personas incapaces de aceptar el carácter cambiante, imperfecto y mezclado de la realidad (que nos enseñó Heráclito).

Pero quien quiera un mundo que no se mueva, que no se renueve, que no se mezcle y que no manche no tiene más que matarse, porque ese mundo es la nada. A los ontofóbicos les pasa como a los teólogos medievales, que la visión asqueada y aterrorizada del mundo material del nacimiento y la corrupción, les lleva a rechazar, e incluso a destruir, la vida. Pero, si en lugar de fijarnos en la corrupción y en lugar de intentar frenarla con nuestras murallas en el aire, nos fijásemos en el nacimiento quizás nuestra vivencia del proceso cambiaría un poco.

[…]


Se trata de ser capaces de seguirle el ritmo a la historia y en lugar de encerrarnos en la melancolía autodestructiva del que desea que los relojes se detengan, como sucede en las elegías, prefiere abrirse a ese valiente mundo nuevo que ha llegado para quedarse. Para lo cual quizás podemos sustituir las pasiones tristes del miedo, la melancolía y el odio, por las pasiones alegres de la curiosidad (“¿cómo demonios será el mundo que viene?”)

[…]


Quizás alguien con el estómago delicado, demasiado acostumbrado a la droga dura del privilegio o al dulce veneno del esencialismo, pueda sentir ante este tipo de visiones la bajona de la melancolía o el síndrome de abstinencia de la rabia. No sería la primera vez que una persona en proceso de desintoxicación ataca a los enfermeros, confundiéndolos con cucarachas o ratas gigantes, como en el cuento Los destiladores de naranjas, de Horacio Quiroga. Pero mejor una realidad modesta que una fantasía fastuosa o faustosa. Porque no se trata de vender al demonio de nuestros sueños el alma de nuestro ser real.
La muerte es la metralla de la vida, y quien no esté dispuesto a aceptarlo, debería llamar hoy mismo a Melancohólicos Anónimos.

[…]


De modo que, además de lidiar con los factores objetivos que intensifican y desarreglan el miedo, debemos esforzarnos por cambiar nuestra subjetividad con el objetivo de hacernos capaces de vivir poderosamente en un mundo peligroso, o de vivir peligrosamente en un mundo poderoso. No importa. Necesitamos el dato y el relato. Como reza una de las bóvedas de la Abadía de San Juan Evangelista en Parma: Feras si domes feras. Si domas las fieras, las soportarás. Nadie dijo que sería fácil. Basta con que sea estimulante.